Intrépido, insaciable y sujetivo

Así es el ser humano, en su afán de grandeza, es capaz de crear palacios, de destruir montañas, de causar tempestades, y una de las más fuertes en él, es la que lleva en su interio, esa fuerza inherente a su naturaleza. El saberse un ser desprotegido ante magnitudes mucho mayores, tiembla como cachorro asustado, pero golpea con la enegía de un trueno. Es la más tierna de las criaturas, y el más creativo de los personajes de este mundo.



Conozcamos un poco más los fantasmas internos que lo hacen rey y mendigo, que lo vuelven tirano y el más dulce de los seres.



26 de abril de 2011

Ernesto Vázquez Martínez

en 35 milímetros






















Otro día de trabajo echado a perder. En el último mes ya eran seis o siete veces en las que le habían velado todos sus rollos a propósito. Dos lentes estrellados, golpes varios en la nuca y sobre todo, en las manos. No sabía si los dedos hinchados iban perdiendo su sensibilidad después de tantos culatazos o si algo en él se sentía inmune ya, acostumbrado a esa fría saña.

-¡A ver si ahora te quedan ganas de seguir tirando fotos, weón!- le decían. Y sí, le quedaban ganas aún, sin saber por qué o desde cuándo, pero era claro que en algún momento empezó a sentir esa imperiosa necesidad de registrar todo cuanto aparecía ante sus ojos, como si su memoria no le fuera suficiente y no fuera digna de confianza, como si necesitara de algo que le ayudara a recordar, a no olvidar.
Regresó a su casa arrastrando los pies, sacó el llavero con su foto y su nombre de la bolsa de su pantalón y abrió la puerta con la fatiga y la frustración a cuestas, las puso sobre la mesa junto a su equipo fotográfico y los rollos ya inservibles, se sentó en la vieja silla de madera y desde ahí miró  la ventana. El contraluz que se formó lo cegó por un momento y fue víctima de un mareo que lo obligó a asirse a la mesa con las dos manos. Lo abrumaron la soledad y la nostalgia, le llegaron de golpe infinitas imágenes de lo que había capturado con su lente y de lo que no, rostros y más rostros de diferentes edades, todos con la marca del amor y la muerte en los ojos, entonces recordó.


II

-Mamá, ¿dónde está papá?- preguntó por tercera vez.
-Ya te dije que tuvo una reunión con sus amigos, no te preocupes, seguro se le hizo tarde y volverá mañana al amanecer, ahora hazme caso y vete a dormir.
-Pero a mí me han dicho algunos compañeros del colegio que sus papás no han regresado en varios días.
-Bueno, ¿y eso qué tiene que ver con tu papá?
-¿Y si no vuelve?
-¿Qué cosa estás diciendo? Claro que volverá, tus amigos te dicen eso para espantarte, así son los niños malos. Todos los papás regresan a casa, ¿a dónde más podrían ir?
-No sé…
-¿Viste? No hay por qué tener miedo, papá regresará mañana temprano. Ahora, por favor, anda a dormir y no les digas a tus compañeros nada de esto, sólo te harán burla y te señalarán, y tú tienes que ser fuerte.
-¿Por qué hay que ser fuerte, mamá?
-¡Ay! Haces muchas preguntas, tienes que aprender a callar y ser disimulado, después entenderás de qué te hablo. Por ahora, ¡Por favor! no hagas más preguntas. Prométeme que no dirás nada y que serás fuerte.
-Lo prometo, pero ¿y papá?
-Papá volverá, seguro volverá.



III

No, no volvió. Y cómo hubiese querido que fuera cierto lo que decía mamá, que eran mentiras para espantarme, para espantarnos a todos. Al día siguiente pregunté por él y sólo encontré un “Aún no”, y en la tarde al regresar de la escuela, y al día siguiente, y al día siguiente, y la respuesta siempre fue la misma. Y cómo hubiese querido vivir este miedo sin él.
Ahora te entiendo mamá, pobre mamá, ¿cómo podías mirarme a los ojos e infundirme seguridad en pleno centro de la injusticia, en un país corrompido y tomado por la fuerza, rodeada del terror recién instalado, cómo podías?

-Tienes que ser fuerte- lo escuché tantas veces.
-Papá volverá- lo escuché tantas veces...

No sé en qué momento se convirtieron en frases de rutina y esperanza, como un acuerdo silencioso entre ambos, cuando en el fondo ambos sabíamos la verdad. Aún así, yo fingí no saber lo que pasaba, tú diste por hecho mi falsa inocencia.
Tiempo después fue cuando me empeciné en dibujar. En verdad me esforzaba aunque nunca fui muy bueno, no era siquiera capaz de dibujar bien la famosa serpiente con el elefante adentro, imité el dibujo una y otra vez, sin embargo mi dibujo no tenía forma ni de sombrero, eso me quitó la ilusión, me frustró tremendamente. Si no había futuro en la pintura para el personaje del cuento aquél, siendo capaz al menos de imaginar y dibujar un elefante dentro de una serpiente, ¿entonces qué esperanza quedaba para mí?
Mamá… ¿cómo podías encontrar una semilla en una superficie arenosa, en un desierto abatido por lamentos de familias incompletas?, ¿cómo podías hacerla crecer, darle colores, agua y vida? Aún recuerdo cuando, mucho tiempo después, en una de esas tardes en las que no podía más y lo único que me quedaba era la impotencia, me miraste dulcemente junto a mis dibujos fallidos, y me dijiste sobre aquel libro:

-No creas todo lo que aparece en los libros pese a la aparente hermosura de su contenido, así como no debes creer en la falsa felicidad que se presenta en la televisión, en los mensajes del general. No creas en algo que en realidad no te diga nada o  que no esté cargado de un significado que hagas propio. ¿En verdad crees que domesticar es amar? Entonces, como lo dice el libro ¿el rito del toque de queda es una manifestación del amor?, ¿es necesario que una rosa sea tuya para que no la encuentres vacía? Siguiendo esa lógica, ¿crees que amar es poseer?
Si sólo con el corazón se puede ver bien porque lo esencial es invisible a los ojos, entonces cuida lo que ve tu corazón, lo que ama tu corazón. Piensa en esto que te digo, deja de llorar o si quieres sigue llorando, da igual. Rompe esos dibujos que no dicen nada sobre ti y toma esta cámara, veamos qué es lo que miras con el corazón.
 
IV







V



No hay agua en la muerte

Pero sí hay tierra,

Tierra encima tierra abajo.



Hay dos o tres sollocitos

que nacen y mueren al compás del miedo

Hay presión bajo los blusones

Hay vómitos y maldiciones

Hay dioses siniestros y torcidos

Que olvidaron este pedazo de tierra

O que aprobaron la orden desde el pentágono

Dioses siniestros y torcidos

que nos miran desde arriba

nos dan la bendición

y nos regresan al hoyo



Hay una mujer y un hombre

Quizá dos jóvenes hermanos

Quizá una madre y un hijo

Limpios heridos traicionados

Que lloran con odio para amar

O no sé para qué

Pero lloran



El corazón o donde quiera que se sienta la ternura los llama

El amor que va más allá de sí mismos los llama

El padre desaparecido los llama

Los miles de desaparecidos los llaman

La otredad los llama

Lo que ahora saben que no es

Otra cosa que la mismidad

Los llama.



¿Qué más pueden hacer si no

acudir al encuentro, atender a ese llamado?

VI



Recordó la primera vez que presionó el disparador. Algo hubo en el sonido del obturador y en esa vieja máquina que lo conectó con algo de sí mismo, como si siempre hubiera necesitado de ese tercer ojo para ver por fin lo que el miedo le impedía. Tuvo conciencia de que podía atrapar para siempre todo aquello que se atravesara ante su mirada y vino a su mente aquella foto familiar, el único vestigio de su primera infancia, el único acceso al rostro y la sonrisa de su padre. Aquella primera vez supo entonces lo que su madre le quiso decir, tuvo conciencia de que llevaba sobre sus hombros el peso de miles de mujeres, de hombres y de niños que le pedían no olvidar, que no querían desaparecer por segunda ocasión, que tenían un nombre y una historia que rescatar…

La tristeza se mezcló con la esperanza como tantas otras veces y no supo donde estaba el borde de una y donde iniciaba la otra, todo el dolor sentido se sublimaba y perdía su garra. No sentía odio a pesar de los golpes, no se había convertido en una especie de subhumano ni con las amenazas ni con los mensajes encontrados bajo su puerta. Decidió no acostumbrarse a esa temible lascivia, nunca acostumbrarse. “Cuida bien lo que ve tu corazón”, recordó una vez más, recordó como siempre a su madre. Supo que esa memoria obstinada no sólo le pedía no olvidar, también le pedía no hundirse en ella, no convertirse en algún personaje anónimo de un álbum fotográfico ajeno y lejano.

Se levantó y caminó hacia la ventana que le había jugado una trampa a su memoria, no evitó más la luz y entonces escuchó el murmullo de las cazuelas a lo lejos. Observó a la multitud que se iba incrementando a medida que recorría las calles de la población. ¿Quién iba a pensar que se iban a apoderar hasta de las formas de manifestación de los cuicos? Trece años o quizás más habían pasado desde que un sector de la población, de postura conservadora y de clase media había salido a protestar en contra de la amenaza marxista haciendo resonar cazuelas finas. – ¡Qué ironía!- pensó al recordar. La memoria lo inundaba de nuevo, siempre la memoria…

El murmullo de las cazuelas se había convertido en estruendo, acompañado de gritos, canciones y consignas que tenían como único fin derrocar al dictador:



-¡Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, porque ese hijo de puta se tiene que morir!



Volvió la mirada a ese mar de gente, no acababa de entender por qué siempre reían, por qué todas las manifestaciones eran grandes fiestas y por qué encontraba tan linda toda aquella subversión. Entonces vio que llegaban las fuerzas públicas y reaccionó. Corrió hacia su habitación y abrió un cajón de su buró, tomó tres rollos de película de 35 mm. y  regresó a la mesa que lo había visto derrumbarse apenas unos minutos antes, metió los rollos en el maletín y tomó la cámara nuevamente. Se aseguró, como era costumbre, de tener el llavero con su foto y su nombre en la bolsa del pantalón, -Por si acaso…- pensó vagamente, y salió corriendo nuevamente dando un portazo. En la mesa solo quedaron los rollos inservibles.

VII. EPÍLOGO FORZADO (o cuando al fin entendió por qué reían)



Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas.

Defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos.

Defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias.

Defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres.

Defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa.

Defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar

                  y también de la alegría.



(Mario Benedetti – Defensa de la alegría)

2 comentarios:

  1. La imagen de la cámara,siempre mirando, atisbando en la intimidad de nosotros lo sujetos y capturando, a veces, quien sabe, justo lo que no queremos que salga, lo que no sabemos, nosotros y nuestro miedo a existir

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  2. Claro, el tercer ojo que delata y que puede enfrentarte a ti mismo, a lo que más te puede y sin embargo no alcanzas a entender. La cámara bien podría ser la melodía del flautista de Stairway to heaven, el llamado al encuentro.

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